lunes, 10 de diciembre de 2012

El Camino del samurai: Ella


El entrenamiento con la espada me tenía inmerso en un universo en el que solo estábamos ella y yo. Cada día era una oportunidad para empezar de nuevo, de hacerme un poco más fuerte. El frío, el calor, el cansancio o cualquier otra sensación que pudiese atraer la debilidad, acababa desgarrándose y pereciendo en el filo de mi katana.

A lo largo del día me abstraía en mi propia mente, concentrándome en el fluir de mi cuerpo en la ejecución de cada movimiento y en dejar la mente completamente vacía. Practicaba las técnicas una y otra vez hasta que se quedaban grabadas a fuego en mi subconsciente.

Mi vida era como una montaña gigantesca. Yo escalaba la parte más empinada sin saber lo que me aguardaba al otro lado. Estaba dispuesto a dar todo lo que fuera necesario para descubrirlo.

Recuerdo que fue aquella tarde de invierno, mientras meditaba bajo las estrellas, arropado por el frío procedente del bosque. Esa fue la primera vez que la vi.

Me había estado observando desde el  otro lado del río. Acechándome sin decir una palabra  y la luz que proyectaban sus ojos no tenía nada que envidiarle a las estrellas, se sentía como una lanza atravesándome el pecho.  Se levantó sin decir nada y se marchó.  Algo me decía que la volvería a ver.

Noche tras noche seguí visitando el mismo lugar, y cada noche ella volvía a aparecer. Mirándome desde el otro lado y penetrando en mi cabeza como si supiese absolutamente todo acerca de mí.

Mi espíritu y mis ideales, que habían sido forjados bajo la potestad de una espada firme como la roca, estaban desgastándose y dejándome a merced de la mayor de todas las debilidades: El amor.

El tiempo pasaba demasiado rápido cuando la tenía entre mis abrazos. Mis manos acabaron dejando a un lado la espada para centrarse únicamente en deambular sobre su suave piel.

Era la primera vez que no me preocupaba saber lo que había más allá de la montaña. Estaba bien en aquel lugar que habíamos creado entre los dos. Ella me enseñó  un rincón donde el sol brillaba fuerte a pesar de la densidad de las nubes y donde las noches eran cálidas como la brisa veraniega.

Nunca supe cuando tiempo duró aquel sueño. No había forma de impedir que todo fuese tan fugaz. Y sin poder hacer nada por impedirlo, empezó a medrar un sentimiento que desconocía hasta entonces.

Tenía miedo, miedo de que todo desapareciese súbitamente. Miedo a despertarme una mañana y sentirme solo otra vez. El miedo, aquel ser que había conseguido mantener a raya a través de la espada, ahora campaba a sus anchas dentro de mí.

Pensándolo de esa forma, nunca antes había saboreado el miedo durante el combate. Cuando luchaba contra otra persona todo dependía de mí de principio a fin. Si perdía sería el resultado de mi incompetencia y falta de habilidad. Pero entre luchar contra alguien y luchar por alguien había un enorme abismo.

Llego un punto en el que dependía de una persona que no era yo, me estaba apoyando en alguien que tomaba sus propias decisiones. No podía simplemente hacerla parte de mí, como había hecho con la espada. No quería hacerla parte de mí… Ella era perfecta a su manera, libre. ¿Pero la traería esa libertad de vuelta conmigo eternamente?





Sin poder hacer nada para evitarlo, el día en el que todo se desvaneció llegó. Ella decidió volar lejos, a un lugar donde la gente como yo tenía prohibida la entrada. Y en medio del caos y la destrucción que dejó a su paso, estaba yo. Viviendo en mis carnes una soledad que me mataba lentamente.

El abismo entre luchar contra alguien y luchar por alguien. Ahora lo conocía como la palma de mi mano, allí residía desde que ella se fue. Las ganas de vivir emigraban de mi cuerpo, no encontraba motivos que me impulsasen a seguir hacia delante. La vida pasaba frente a mí y no era capaz de agarrarla y enfrentarla.

Después de una larga época en la que me limité a existir, llegó el momento de seguir avanzando. No podía quedarme en un lugar infestado de recuerdos que me trasladaban de nuevo a aquellos días.

Oxidada y apenas afilada esperaba mi espada exactamente donde la había guardado. La cogí y me alejé del mundo.



Pasé una temporada larga vagando de un lugar para otro, sin parar dos veces en el mismo sitio.  Creando mi propio camino, evitando la muerte pero  ansiándola. Un camino que se alimentaba del odio y la rabia más profunda  y donde solo cabía yo.

La espada se convirtió en la herramienta con la que transmitía mis más oscuros sentimientos. Estaba enfadado con un mundo que te lo da todo y te lo quita sin pestañear. El campo de batalla era el lugar donde iba a vengarme de semejante injusticia. Era mi palacio del desahogo.

He matado a cientos de personas, he visto pueblos devastados por la guerra e incluso campesinos que lo han perdido todo por culpa de la avaricia de los señores feudales. Si algo he aprendido es que el mundo es un lugar oscuro donde no vas a encontrar nada por lo que merezca la pena luchar. No hay nada que me ate a él, y sin embargo, no soy capaz de abandonarlo.

Mientras lucho, siento que no puedo perder, que todavía no voy a morir. Tal vez sea mi castigo, la maldición de aquellos que detestan la vida. O puede que sea un pobre infeliz que se aferra a la vida a base de arrebatársela a sus enemigos. Muchas veces cierro los ojos y puedo verlos a todos ellos mirándome. Lloran, maldicen o me señalan con odio. No puedo sentir pena o lastima por ellos, es la vida que eligieron. Cuando decides entregarte en cuerpo y alma a la espada tienes que tener por seguro que cada minuto puede ser el último. Y yo fui su último minuto.

Al final, en algún punto de mi viaje, acabé olvidándola.  Posiblemente toda la sangre que he derramado en su nombre haya acabado por ahogarla y hundirla en lo más profundo de mi memoria.





Llevo unos cuantos días pudriéndome dentro  de un calabozo en Dios sabe dónde. Recibí ordenes de asaltar una aldea considerada de vital importancia a nivel estratégico. En cuanto llegamos allí caímos de pleno en medio de una emboscada enemiga. Aquello fue una completa masacre, sin saber que hacer reuní a varios de mis compañeros y nos abrimos paso hasta que finalmente conseguimos escapar de aquel infierno.   Aunque hubiese escapado una vez más de la muerte, sabía lo que me esperaba cuando el Shogun se enterase de nuestra retirada.

Dos hombres corpulentos vienen a recogerme a la celda. Me levantan y me llevan a que me dé un baño antes de que se lleve a cabo la ceremonia. El hecho de que el nombre de mi padre sea reconocido en todo Japón va a darme la oportunidad de morir con “honor”. Como si aún me quedase algo de eso después de todo lo que he hecho.

Tienen la cortesía de dejarme a solas con mis pensamientos. Mientras el agua cae sobre mis hombros puedo sentirlos de nuevo. Me miran desde las sombras, parecen satisfechos. Saben que ha llegado la hora de que me reúna con ellos. Hasta aquí he sido capaz de llegar.

Me levanto, me visto y me dirijo a la siguiente sala. Todo está preparado minuciosamente. Bebo un poco de sake antes de empezar a componer mi último poema de despedida. Me quedo petrificado delante del papel. Después de haber estado buscando la muerte tanto tiempo, y no tengo palabras para recibirla. Tampoco hay nada que quiera decirle al mundo que queda detrás, si tuviese que hacerlo lo escribiría con sangre.

La espada está contra mi abdomen y ya es el momento. Cierro los ojos y los veo a todos reunidos de nuevo, las almas de aquellos que murieron para que yo siguiese hacia delante. Entre todos ellos hay alguien que apenas reconozco, desprende un brillo especial. La miro fijamente y de repente todo vuelve a mi cabeza. Es ella.

Me levanto rápidamente y agarro las manos que sujetan la espada del hombre que debía cortar mi cabeza. Hundo la espada corta en su estómago. Uno de los guardias se acerca a mí desenvainando la espada. Despojo al verdugo de la espada y lo empujo contra el guardia que viene espada en mano.

Salgo corriendo de la habitación como un perro asustado, corro sin rumbo alguno. Al doblar la esquina me encuentro con otro guardia y sin pensarlo dos veces lo ensarto por la espalda.

Acabo encontrando la salida de pura casualidad. Estoy a punto de adentrarme en el bosque cuando noto un pinchazo en la pierna. Una flecha me ha alcanzado mientras escapaba. Es entonces cuando veo a un soldado que se aproxima portando una lanza de bambú, probablemente sea un mercenario. Me mira dubitativo, como preguntándose qué demonios hago ahí. Tras dudar unos segundos se abalanza sobre mí.  El dolor en la pierna es insoportable y se me nubla un poco la vista, probablemente como consecuencia de haber perdido una cantidad importante de sangre.
La punta de la lanza se dirige directamente a mi cara, imparable. Mis reflejos actúan con voluntad propia y lo esquivo moviéndome hacia un lado. En ese momento agarro la espada con dos manos y lanzo un corte que despide la cabeza de aquel pobre desafortunado por los aires.

Sigo corriendo hasta que apenas me quedan fuerzas. Estoy en una especie de trance debido a los últimos acontecimientos, respiro largo y calmado hasta que consigo volver a ser yo mismo. Me cuesta creer que la espada que debía asegurarse de mi muerte sea la que he escogido para luchar por mi vida.

No ha llegado el momento de parar. Esto no se acaba aquí. Tengo que encontrarla y saber porqué se termino todo.  Necesito saber cuál fue el motivo que me arrastro a convertirme en lo que soy. Pero sobre todo, tengo que verla una última vez.

martes, 4 de diciembre de 2012

El camino del samurai: Deshonor


No deja de brotar sangre de la herida que tengo asentada en el muslo derecho. Un dolor cálido que me recuerda que todavía sigo vivo.

Me acerco al arroyo y sumerjo la cabeza profundamente. Dentro del agua el mundo sigue siendo un lugar tranquilo y apacible. Bebo tanta agua como mi organismo me permite y disfruto de los pocos segundos de paz que me brinda amablemente la naturaleza.

Me las apaño para encender una pequeña hoguera, lo suficientemente pequeña como para que nadie sepa que estoy aquí. Mis ojos se clavan en el fuego, en las chispas que saltan de un lado a otro sin rumbo, sin dueño. Brillando en una décima de segundo y consumiéndose al instante. Una vida fugaz y ardiente.

En mi mano encuentro la empuñadura de una katana cuya hoja es portadora de sendas cicatrices, fruto de las innumerables batallas que ha presenciado.

Ahora que lo pienso siempre he vivido con una espada en la mano. Mi padre era el maestro de un dojo situado en las afueras de la villa donde nací y crecí. Desde pequeño estuve condenado a cumplir sus aspiraciones, como consecuencia he sido instruido duramente en el camino de la espada.

Cuesta imaginar cómo hubiese sido mi vida al margen del gélido metal de mi katana. Sin todas aquellas tardes batiéndome en duelo con los chicos que frecuentaban el dojo. Mis manos no están preparadas para otra cosa que no sea el manejo de la espada. Nací para el combate. Cuando no quedó nadie a quien vencer en mi villa, comencé a visitar los pueblos cercanos en busca de nuevos contrincantes.
Jamás fue suficiente, tenía que llegar más y más alto a cualquier precio. Ya ni siquiera recuerdo que era lo que anhelaba conseguir, que quería alcanzar.

La madera sigue ardiendo mientras las llamas bailan descontroladas. Entre las llamas la vuelvo a ver, su sonrisa brilla encendiendo mi corazón. Pero desaparece súbitamente, como otra chispa más.

Tras cambiarme la venda de la pierna y después de horas luchando contra la fiebre, el sueño viene a por mí. Otra vez el mismo sueño.



De nuevo estoy arrodillado frente a un grupo de personas que me observan. No puedo ver sus caras. Intento alzar la vista pero la presión es abrumadora.

Delante de mis rodillas tengo una espada corta. Una ligera brisa besa la hoja de la espada haciéndola susurrar mi nombre una y otra vez.

A mi lado un hombre permanece de pié blandiendo una espada con ambas manos. Inexpresivo e inmóvil como un centinela de piedra.

Llega el momento que todos estaban esperando, el acto final. Lentamente separo las ropas que me cubren el vientre y sin pensármelo dos veces desenvaino la espada. Apoyo la punta contra mi barriga. Una gota de sangre desciende por mi abdomen poniendo de manifiesto que la espada ha sido afilada a conciencia.

Cierro los ojos y agarro el mango con todas mis fuerzas. En la oscuridad de mi cabeza aparece su imagen. Me mira y sonríe. Pensé que la había olvidado.




Me levanto empapado en sudor en medio del bosque, mi cuerpo tiembla calado hasta lo más hondo por el frío de la noche. El sol acaba de salir y sus primeros rayos me empujan de nuevo hacia mi destino.

Me gustaría tener noción sobre cuánto tiempo llevo caminando. Las piernas están agarrotadas y la fiebre parece que no hace más que subir. El sol choca contra mi frente provocándome un dolor de cabeza infernal, mil veces peor que cualquier resaca de sake. Camino con los ojos entrecerrados, apenas consciente de cómo mi cuerpo cae a cámara lenta contra el suelo. Y no deja de pensar lo débil que me he vuelto.


.-“Ei, amigo, ¿Cómo te encuentras?”

Son las primeras palabras que oigo en días. Una voz amable y relajada que me recuerda que el terrible dolor de cabeza ha cesado.

-.”Creo que bien. ¿Dónde estoy?”

.- “Te encontré tirado y delirando por la fiebre en medio del bosque. Tienes suerte de estar vivo muchacho.”

La voz proviene de un anciano de  baja estatura. En su cara hay esculpidas mil y una arrugas y porta una sonrisa decorada con los pocos dientes que le quedan.

Me incorporo y recorro la habitación con la mirada, mi instinto busca algo.

.-“Si estás buscando tu espada permíteme que te ahorre el disgusto. La he tirado. Ya le había llegado la hora después de todo.”

Mi corazón se dispara lleno de rabia.

.-“¿Qué ha hecho qué? No puedo volver allá fuera sin una maldita espada. Es como si rescatas a una avispa y le arrancas el aguijón.”

.-“No te apresures. Había pensado en darte la mía, de todas formas yo no tengo fuerza suficiente como para ir por ahí cortando gente. Creo que a ti te quedará mejor.”

Mis pulsaciones, antes aceleradas, vuelven a la normalidad. No solo he perdido el honor, sino también el respeto por los mayores.

.-“Discúlpeme. Pero ya sabe lo peligroso que es este mundo hoy en día.”

El viejo se retira no sin antes obsequiarme con ropa limpia y una nueva katana enfundada en una vaina de color negro azabache. Se despide con un gesto modesto y se marcha de la habitación. Puede que lo haya ofendido.

Han pasado ya tres días y me encuentro lo suficientemente bien como para proseguir. Acabo de terminar el almuerzo cuando el viejo entra repentinamente cerrando la puerta tras de sí.

.-“Ha llegado la hora de que sigas tu camino.”

Lo dice con una mirada compasiva y llena de compresión. Las palabras salen apresuradas de su boca, como si tuviesen el tiempo contado.

.-“Deja que te diga algo antes de que te vayas. El hecho de ser humano nos condena a desviarnos de la senda desde que nacemos. La vida está llena de almas en pena, de gente perdida que se ahoga en el mar de la desesperación. Gente que es incapaz de encontrar algo especial por lo que vivir. Algo más allá de la espada.”

No entiendo porque tiene que decirme todo esto ahora. Este señor no sabe nada sobre mí. Puedo ver en su cara un profundo arrepentimiento. Me recuerda mucho a como me sentí en aquel momento. El momento en el que perdí mi honor.

-“He hecho algo terrible viejo. He tirado mis ideales por la borda. He destruido lo que tantos años me ha costado cultivar. Pero en el último momento he encontrado algo por lo que quiero vivir, algo que tengo que ver antes  de abandonar este mundo. Aunque no sé si merezco vivir para verlo.”

.-“Vive. Haz lo que tengas que hacer, busca aquello por lo que has decidido permanecer y por nada del mundo dejes que se apague tu luz.”

El viejo abre la puerta y me acerca la espada que me regaló. Nada más abrirla se coloca delante de mí. Varios ruidos sordos se oyen al otro lado de la puerta y un hilo de sangre se descuelga por su labio inferior mientras me susurra sonriente.

.-“Esa chica a la que no paras de llamar en sueños. Estoy seguro de que merece la pena. Encuéntrala.”


Su cuerpo de desploma y es cuando veo que su espalda ha sido atravesada por dos flechas.

Salgo de la casa con la espada colgada en la cintura. Afuera me esperan cuatro hombres armados, dos de ellos cargan con un arco y cogen una flecha del carcaj en cuando me ven salir de la casa.

.-“Se suponía que aquel buen hombre iba a hacerte salir de la casa. Esas flechas llevaban tu nombre. Deberíamos añadirlo a tu lista de crímenes.”

Las flechas están de nuevo apoyadas contra la cuerda del arco. Impacientes por ser disparadas.

.-“Veo que el Shogun ha preferido contratar a ronins para no tener que ensuciarse las manos, menuda sorpresa.”

.-“Se te acusa por desobedecer las órdenes directas del Shogun, por el asesinato de tres hombres durante tu acto voluntario de seppuku y por deserción. Disculpa si no tengo la cortesía de dejarte decir unas últimas palabras. Después de todo has tirado tu última oportunidad de morir conservando tu honor.”

El aire mecía las hojas de los árboles, acunándolas como si fuesen sus hijas. Pero ninguno de los hombres allí presentes se movía lo más mínimo. Como una pintura viva, parecía que todo iba a explotar en cualquier momento.

Mi mano, paciente, ha repetido más de un millón de veces el recorrido que la lleva hacia la empuñadura de la espada. Las flechas me miran, sedientas de sangre fresca. Los otros dos asaltantes desenfundan las espadas y se colocan en posición ofensiva.

Cojo aire por la nariz y lo expulso por la boca. Libero mi mente de cualquier pensamiento, pero antes de dejarla completamente en blanco vuelvo a pensar en ella una vez más. Pienso en ella y en que no puedo morir todavía.

Doy dos pasos hacia delante y oigo el chasquido de la cuerda azotando la pluma de las flechas. Mi técnica de desenvaine y mis reflejos me permiten interceptar la primera flecha, partiéndola a la mitad, mientras que la otra apenas me roza el brazo.

Mi primer contrincante se acerca hacia mi alzando  la espada, con un movimiento rápido y preciso me adelanto y lanzo un corte horizontal que recorre la parte inferior de su tronco de lado a lado. Inspiro mientras giro alrededor de su cadáver, que todavía no se ha caído al suelo, y agarro su espada corta. La lanzo con todas mis fuerzas acertando en la cabeza de uno de los arqueros y rápidamente bloqueo el espadazo que me propina el segundo espadachín.

Intercambiamos golpes durante varios segundos hasta que mis músculos entran en calor, sin embargo los golpes de mi contrincante empiezan a ser descuidados y débiles, producto del cansancio.

Desvío un corte lateral lanzando la espada de mi oponente por los aires y sin dudarlo dos veces empujo mi espada contra su diafragma, en una estocada en la que pongo todo mi ser.

Parece ser que el otro arquero escapó en medio del espectáculo.

Me encuentro rodeado por los cuerpos de tres extraños que ya forman parte de aquellos a los que me he llevado por delante desde que todo esto empezó. No es momento para flaquear.Tengo la cara empapada en sangre y mi cabeza vuelve a funcionar otra vez. Guardo la espada en la funda  y alzo la cabeza para mirar al cielo.  Lleno mis pulmones de aire limpio y le grito al mundo.


.-“¡No quiero morir!”