El entrenamiento con la espada me tenía inmerso en un
universo en el que solo estábamos ella y yo. Cada día era una oportunidad para
empezar de nuevo, de hacerme un poco más fuerte. El frío, el calor, el
cansancio o cualquier otra sensación que pudiese atraer la debilidad, acababa desgarrándose
y pereciendo en el filo de mi katana.
A lo largo del día me abstraía en mi propia mente, concentrándome
en el fluir de mi cuerpo en la ejecución de cada movimiento y en dejar la mente
completamente vacía. Practicaba las técnicas una y otra vez hasta que se
quedaban grabadas a fuego en mi subconsciente.
Mi vida era como una montaña gigantesca. Yo escalaba la
parte más empinada sin saber lo que me aguardaba al otro lado. Estaba dispuesto
a dar todo lo que fuera necesario para descubrirlo.
Recuerdo que fue aquella tarde de invierno, mientras meditaba
bajo las estrellas, arropado por el frío procedente del bosque. Esa fue la
primera vez que la vi.
Me había estado observando desde el otro lado del río. Acechándome sin decir una
palabra y la luz que proyectaban sus
ojos no tenía nada que envidiarle a las estrellas, se sentía como una lanza atravesándome
el pecho. Se levantó sin decir nada y se
marchó. Algo me decía que la volvería a
ver.
Noche tras noche seguí visitando el mismo lugar, y cada noche
ella volvía a aparecer. Mirándome desde el otro lado y penetrando en mi cabeza
como si supiese absolutamente todo acerca de mí.
Mi espíritu y mis ideales, que habían sido forjados bajo la
potestad de una espada firme como la roca, estaban desgastándose y dejándome a
merced de la mayor de todas las debilidades: El amor.
El tiempo pasaba demasiado rápido cuando la tenía entre mis
abrazos. Mis manos acabaron dejando a un lado la espada para centrarse
únicamente en deambular sobre su suave piel.
Era la primera vez que no me preocupaba saber lo que había
más allá de la montaña. Estaba bien en aquel lugar que habíamos creado
entre los dos. Ella me enseñó un rincón
donde el sol brillaba fuerte a pesar de la densidad de las nubes y donde las
noches eran cálidas como la brisa veraniega.
Nunca supe cuando tiempo duró aquel sueño. No había forma de
impedir que todo fuese tan fugaz. Y sin poder hacer nada por impedirlo, empezó
a medrar un sentimiento que desconocía hasta entonces.
Tenía miedo, miedo de que todo desapareciese súbitamente.
Miedo a despertarme una mañana y sentirme solo otra vez. El miedo, aquel ser
que había conseguido mantener a raya a través de la espada, ahora campaba a sus
anchas dentro de mí.
Pensándolo de esa forma, nunca antes había saboreado el
miedo durante el combate. Cuando luchaba contra otra persona todo dependía de
mí de principio a fin. Si perdía sería el resultado de mi incompetencia y falta
de habilidad. Pero entre luchar contra alguien y luchar por alguien había un
enorme abismo.
Llego un punto en el que dependía de una persona que no era
yo, me estaba apoyando en alguien que tomaba sus propias decisiones. No podía
simplemente hacerla parte de mí, como había hecho con la espada. No quería
hacerla parte de mí… Ella era perfecta a su manera, libre. ¿Pero la traería esa
libertad de vuelta conmigo eternamente?
Sin poder hacer nada para evitarlo, el día en el que todo se
desvaneció llegó. Ella decidió volar lejos, a un lugar donde la gente como yo
tenía prohibida la entrada. Y en medio del caos y la destrucción que dejó a su
paso, estaba yo. Viviendo en mis carnes una soledad que me mataba lentamente.
El abismo entre luchar contra alguien y luchar por alguien.
Ahora lo conocía como la palma de mi mano, allí residía desde que ella se fue. Las
ganas de vivir emigraban de mi cuerpo, no encontraba motivos que me impulsasen
a seguir hacia delante. La vida pasaba frente a mí y no era capaz de agarrarla
y enfrentarla.
Después de una larga época en la que me limité a existir,
llegó el momento de seguir avanzando. No podía quedarme en un lugar infestado
de recuerdos que me trasladaban de nuevo a aquellos días.
Oxidada y apenas afilada esperaba mi espada exactamente
donde la había guardado. La cogí y me alejé del mundo.
Pasé una temporada larga vagando de un lugar para otro, sin
parar dos veces en el mismo sitio.
Creando mi propio camino, evitando la muerte pero ansiándola. Un camino que se alimentaba del
odio y la rabia más profunda y donde
solo cabía yo.
La espada se convirtió en la herramienta con la que
transmitía mis más oscuros sentimientos. Estaba enfadado con un mundo que te lo
da todo y te lo quita sin pestañear. El campo de batalla era el lugar donde iba
a vengarme de semejante injusticia. Era mi palacio del desahogo.
He matado a cientos de personas, he visto pueblos devastados
por la guerra e incluso campesinos que lo han perdido todo por culpa de la avaricia
de los señores feudales. Si algo he aprendido es que el mundo es un lugar
oscuro donde no vas a encontrar nada por lo que merezca la pena luchar. No hay
nada que me ate a él, y sin embargo, no soy capaz de abandonarlo.
Mientras lucho, siento que no puedo perder, que todavía no
voy a morir. Tal vez sea mi castigo, la maldición de aquellos que detestan la
vida. O puede que sea un pobre infeliz que se aferra a la vida a base de arrebatársela
a sus enemigos. Muchas veces cierro los ojos y puedo verlos a todos ellos mirándome.
Lloran, maldicen o me señalan con odio. No puedo sentir pena o lastima por
ellos, es la vida que eligieron. Cuando decides entregarte en cuerpo y alma a
la espada tienes que tener por seguro que cada minuto puede ser el último. Y yo
fui su último minuto.
Al final, en algún punto de mi viaje, acabé olvidándola. Posiblemente toda la sangre que he derramado
en su nombre haya acabado por ahogarla y hundirla en lo más profundo de mi
memoria.
Llevo unos cuantos días pudriéndome dentro de un calabozo en Dios sabe dónde. Recibí
ordenes de asaltar una aldea considerada de vital importancia a nivel
estratégico. En cuanto llegamos allí caímos de pleno en medio de una emboscada
enemiga. Aquello fue una completa masacre, sin saber que hacer reuní a varios
de mis compañeros y nos abrimos paso hasta que finalmente conseguimos escapar
de aquel infierno. Aunque hubiese escapado
una vez más de la muerte, sabía lo que me esperaba cuando el Shogun se enterase
de nuestra retirada.
Dos hombres corpulentos vienen a recogerme a la celda. Me levantan
y me llevan a que me dé un baño antes de que se lleve a cabo la ceremonia. El hecho
de que el nombre de mi padre sea reconocido en todo Japón va a darme la
oportunidad de morir con “honor”. Como si aún me quedase algo de eso después de
todo lo que he hecho.
Tienen la cortesía de dejarme a solas con mis pensamientos.
Mientras el agua cae sobre mis hombros puedo sentirlos de nuevo. Me miran desde
las sombras, parecen satisfechos. Saben que ha llegado la hora de que me reúna
con ellos. Hasta aquí he sido capaz de llegar.
Me levanto, me visto y me dirijo a la siguiente sala. Todo
está preparado minuciosamente. Bebo un poco de sake antes de empezar a componer
mi último poema de despedida. Me quedo petrificado delante del papel. Después
de haber estado buscando la muerte tanto tiempo, y no tengo palabras para
recibirla. Tampoco hay nada que quiera decirle al mundo que queda detrás, si
tuviese que hacerlo lo escribiría con sangre.
La espada está contra mi abdomen y ya es el momento. Cierro
los ojos y los veo a todos reunidos de nuevo, las almas de aquellos que
murieron para que yo siguiese hacia delante. Entre todos ellos hay alguien que
apenas reconozco, desprende un brillo especial. La miro fijamente y de repente
todo vuelve a mi cabeza. Es ella.
Me levanto rápidamente y agarro las manos que sujetan la
espada del hombre que debía cortar mi cabeza. Hundo la espada corta en su
estómago. Uno de los guardias se acerca a mí desenvainando la espada. Despojo
al verdugo de la espada y lo empujo contra el guardia que viene espada en mano.
Salgo corriendo de la habitación como un perro asustado,
corro sin rumbo alguno. Al doblar la esquina me encuentro con otro guardia y
sin pensarlo dos veces lo ensarto por la espalda.
Acabo encontrando la salida de pura casualidad. Estoy a
punto de adentrarme en el bosque cuando noto un pinchazo en la pierna. Una
flecha me ha alcanzado mientras escapaba. Es entonces cuando veo a un soldado
que se aproxima portando una lanza de bambú, probablemente sea un mercenario.
Me mira dubitativo, como preguntándose qué demonios hago ahí. Tras dudar unos
segundos se abalanza sobre mí. El dolor
en la pierna es insoportable y se me nubla un poco la vista, probablemente como
consecuencia de haber perdido una cantidad importante de sangre.
La punta de la lanza se dirige directamente a mi cara, imparable.
Mis reflejos actúan con voluntad propia y lo esquivo moviéndome hacia un lado.
En ese momento agarro la espada con dos manos y lanzo un corte que despide la
cabeza de aquel pobre desafortunado por los aires.
Sigo corriendo hasta que apenas me quedan fuerzas. Estoy en
una especie de trance debido a los últimos acontecimientos, respiro largo y
calmado hasta que consigo volver a ser yo mismo. Me cuesta creer que la espada
que debía asegurarse de mi muerte sea la que he escogido para luchar por mi
vida.
No ha llegado el momento de parar. Esto no se acaba aquí.
Tengo que encontrarla y saber porqué se termino todo. Necesito saber cuál fue el motivo que me
arrastro a convertirme en lo que soy. Pero sobre todo, tengo que verla una
última vez.