martes, 23 de julio de 2013

Larga noche de verano

Me despierto envuelto en un sudor frío y pegajoso, desorientado, un par de palabras ininteligibles se escapan de mis adentros. Mi corazón todavía palpita aceleradamente, el eco de cada latido recorre todos los confines de mi cuerpo para luego volver al lugar donde nació como una ola que castiga la orilla una y otra vez, ganándole terreno centímetro a centímetro.

He vuelto a tener aquel sueño. Me gustaría escribirlo de memoria, transformar la tinta en palabras, las palabras en frases, las frases en párrafos… todo ello sostenido por el ligero papel de mi cuaderno. Me gustaría prenderle fuego y contemplar como las llamas lo devoran, fusionando la tinta con el papel, reduciendo su conjunto a una grisácea ceniza. Ojalá fuese siempre así de fácil.

Estoy sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados sobre las rodillas, extenuado, mi cuerpo pesa demasiado esta noche. Mantengo un respetuoso estado de mutis, acorde con la silenciosa oscuridad que me acompaña, una oscuridad que me envuelve y me acaricia. Puedo sentirla escapándose entre mis dedos, escucho su gélido aliento aquí y allí, omnipresente como el aire. Una oscuridad acechante que observa cómo me debilito y que espera con paciencia el momento en que me entregue a ella.

Es imposible matar a los fantasmas del pasado. Se esconden en tu mente en zonas que ni tú sabías que existían y desparecen un tiempo. La tranquilidad que te otorga su ausencia te hace bajar la guardia, cualquiera la acaba bajando, hasta que llega el día en que vuelven, siempre vuelven, llegan de improvisto, golpean tu mente y la zarandean poniendo todo patas arriba.

Escapabas de mí, como tantas otras veces. Te veía sonriente, estoy casi seguro de que eras feliz. Intentaba alcanzarte extendiendo el brazo, acercando las yemas de los dedos con la esperanza de que compartieses esa felicidad conmigo, borracho por el olor de tu colonia. Pero tú te alejabas, te llevabas contigo aquella radiante sonrisa, podía sentirla brillar a lo lejos, hasta que finalmente te desvanecías en la nada.

Me froto los ojos con brusquedad, como si intentase borrar la imagen de tu recuerdo. Los acabo abriendo para recibir de nuevo a la expectante oscuridad, y tú has vuelto a desaparecer.

Hubo un tiempo en el que tenía fuerza para enfrentarme al mal. Me levantaba cada día y me deshacía de la oscuridad sin apenas esfuerzo. Días en los que brillaba con luz propia y noches en las que me resultaba incómodo nadar en el mar negro  de mi habitación. Ahora estoy cómodo aquí, o demasiado cansado como para hacer algo al respecto. Sé que pronto mis demonios vendrán a buscarme. Sin embargo el tiempo lo cambia todo, lo frío se vuelve cálido, lo malo se vuelve bueno, incluso los miedos pueden llegar a transformarse en aliados. Convives con ellos el tiempo suficiente como para dominarlos, y cuando digo dominar me refiero a mantenerlos a raya, son de esa clase de aliados que no dudaran en abrirte el cuello en canal en cuanto les des la espalda.

La concentración de oscuridad y la sensación de vacío acaban siendo insoportables, me duele respirar. Eso es bueno, significa que en lo más profundo de mi ser todavía hay una minúscula parte que quiere seguir luchando.

Hago mi mayor esfuerzo por levantarme, la pérdida de equilibrio me obligada a dar un par de pasos involuntarios y mal calculados. Es curioso, no puedo ver absolutamente nada y sin embargo mis pies se mueven con seguridad, conocen la habitación palmo a palmo, porque… ¿Todavía estoy en mi habitación, verdad? Quién sabe, podría estar en cualquier parte o en ninguna, no obstante mis pies han decidido que aquel es mi cuarto y si quiero salir de aquí no me queda más remedio que seguirlos.

Me muevo con lentitud sobre el frío parqué concentrándome en mantener la calma. Como ya os he dicho, los miedos esperan el mínimo despiste para salir de sus celdas. Camino a tientas, con ambas manos por delante de mí. Si no me equivoco debería estar tocando la puerta en este mismo instante, y así es. Los miedos vuelven a sus jaulas y una reconfortante sensación de tranquilidad se apodera de mí dibujando una amplia sonrisa.

Noto la madera de la puerta en la punta de mis dedos, la acaricio dibujando pequeños círculos, a sabiendas de que la salvación a mis males aguarda al otro lado. Voy deslizando las manos en dirección al pomo, sintiendo como el ritmo de los latidos se estabiliza en mi pecho. Mi extremidad desciende sin encontrarse con nada que la frene, ni siquiera el pomo metálico que debería estar ahí para recibirla.

Me paso la mano por la frente, una mano temblorosa, y vuelvo a frotarme los ojos sin dar crédito a lo que está ocurriendo. Repito el movimiento con la mano contraria en un inútil intento de dar con el pomo fantasma. Me pellizco el brazo, desgraciadamente no estoy soñando. Me aseguro tres veces más de que el pomo ya no está dónde debería y me vuelvo a pellizcar, esta vez en la pierna. No estoy soñando.

Golpeo la puerta con fuerza, tiñendo de sangre mis nudillos, pero no hay nadie al otro lado que me escuche. Intento gritar pero ni una sola palabra consigue sonar todo lo alto que debería, como si mi voz estuviese siendo intimidada por la oscuridad.

Podría echarme a llorar o podría seguir liándome a golpes con la puerta, alimentando en ambos casos la falsa esperanza de que alguien acuda en mi ayuda. Pero no, sé de sobra que resistirse no me va a servir de nada. Doy media vuelta y me desplazo torpemente al lugar que se supone que es el centro de la habitación, poniendo de manifiesto que mis pies carecen ahora de la confianza que los movía minutos atrás.

Siento erizarse los pelos de los brazos y un repentino escalofrío me recorre la espalda. Aquí me encuentro, entre la espada y la pared, esperando a que la oscuridad decida llevarme con ella. Y en mi interior, un torrente de miedos se abre paso desde uno de los bastiones olvidados de mi mente.

No hay escapatoria. Cierro los ojos pero ya no soy capaz de recordar aquel amargo sueño que me despertó en medio de la noche ¿O fue una pesadilla?



Abro los ojos dispuesto a lidiar con mi destino. Ha llegado la hora, ya no hay duda, instintivamente mi mirada se clava en aquel sitio donde una vez existió una ventana, con la débil esperanza de que las espadas luminosas del amanecer se filtren por la persiana y vengan a rescatarme antes de que sea demasiado tarde.

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