Me despierto envuelto en un sudor frío y pegajoso, desorientado, un
par de palabras ininteligibles se escapan de mis adentros. Mi corazón todavía
palpita aceleradamente, el eco de cada latido recorre todos los confines de mi
cuerpo para luego volver al lugar donde nació como una ola que castiga la
orilla una y otra vez, ganándole terreno centímetro a centímetro.
He vuelto a tener aquel sueño. Me gustaría escribirlo de memoria,
transformar la tinta en palabras, las palabras en frases, las frases en
párrafos… todo ello sostenido por el ligero papel de mi cuaderno. Me gustaría
prenderle fuego y contemplar como las llamas lo devoran, fusionando la tinta
con el papel, reduciendo su conjunto a una grisácea ceniza. Ojalá fuese siempre
así de fácil.
Estoy sentado en el borde de la cama, con los codos apoyados sobre
las rodillas, extenuado, mi cuerpo pesa demasiado esta noche. Mantengo un
respetuoso estado de mutis, acorde con la silenciosa oscuridad que me acompaña,
una oscuridad que me envuelve y me acaricia. Puedo sentirla escapándose entre
mis dedos, escucho su gélido aliento aquí y allí, omnipresente como el aire.
Una oscuridad acechante que observa cómo me debilito y que espera con paciencia
el momento en que me entregue a ella.
Es imposible matar a los fantasmas del pasado. Se esconden en tu
mente en zonas que ni tú sabías que existían y desparecen un tiempo. La
tranquilidad que te otorga su ausencia te hace bajar la guardia, cualquiera la
acaba bajando, hasta que llega el día en que vuelven, siempre vuelven, llegan
de improvisto, golpean tu mente y la zarandean poniendo todo patas arriba.
Escapabas de mí, como tantas otras veces. Te veía sonriente, estoy
casi seguro de que eras feliz. Intentaba alcanzarte extendiendo el brazo,
acercando las yemas de los dedos con la esperanza de que compartieses esa
felicidad conmigo, borracho por el olor de tu colonia. Pero tú te alejabas, te
llevabas contigo aquella radiante sonrisa, podía sentirla brillar a lo lejos,
hasta que finalmente te desvanecías en la nada.
Me froto los ojos con brusquedad, como si intentase borrar la
imagen de tu recuerdo. Los acabo abriendo para recibir de nuevo a la expectante
oscuridad, y tú has vuelto a desaparecer.
Hubo un tiempo en el que tenía fuerza para enfrentarme al mal. Me
levantaba cada día y me deshacía de la oscuridad sin apenas esfuerzo. Días en
los que brillaba con luz propia y noches en las que me resultaba incómodo nadar
en el mar negro de mi habitación. Ahora estoy cómodo aquí, o demasiado
cansado como para hacer algo al respecto. Sé que pronto mis demonios vendrán a
buscarme. Sin embargo el tiempo lo cambia todo, lo frío se vuelve cálido, lo
malo se vuelve bueno, incluso los miedos pueden llegar a transformarse en
aliados. Convives con ellos el tiempo suficiente como para dominarlos, y cuando
digo dominar me refiero a mantenerlos a raya, son de esa clase de aliados que
no dudaran en abrirte el cuello en canal en cuanto les des la espalda.
La concentración de oscuridad y la sensación de vacío acaban
siendo insoportables, me duele respirar. Eso es bueno, significa que en lo más
profundo de mi ser todavía hay una minúscula parte que quiere seguir luchando.
Hago mi mayor esfuerzo por levantarme, la pérdida de equilibrio me
obligada a dar un par de pasos involuntarios y mal calculados. Es curioso, no
puedo ver absolutamente nada y sin embargo mis pies se mueven con seguridad,
conocen la habitación palmo a palmo, porque… ¿Todavía estoy en mi habitación,
verdad? Quién sabe, podría estar en cualquier parte o en ninguna, no obstante
mis pies han decidido que aquel es mi cuarto y si quiero salir de aquí no me
queda más remedio que seguirlos.
Me muevo con lentitud sobre el frío parqué concentrándome en
mantener la calma. Como ya os he dicho, los miedos esperan el mínimo despiste
para salir de sus celdas. Camino a tientas, con ambas manos por delante de mí.
Si no me equivoco debería estar tocando la puerta en este mismo instante, y así
es. Los miedos vuelven a sus jaulas y una reconfortante sensación de
tranquilidad se apodera de mí dibujando una amplia sonrisa.
Noto la madera de la puerta en la punta de mis dedos, la acaricio
dibujando pequeños círculos, a sabiendas de que la salvación a mis males
aguarda al otro lado. Voy deslizando las manos en dirección al pomo, sintiendo
como el ritmo de los latidos se estabiliza en mi pecho. Mi extremidad desciende
sin encontrarse con nada que la frene, ni siquiera el pomo metálico que debería
estar ahí para recibirla.
Me paso la mano por la frente, una mano temblorosa, y vuelvo a
frotarme los ojos sin dar crédito a lo que está ocurriendo. Repito el
movimiento con la mano contraria en un inútil intento de dar con el pomo
fantasma. Me pellizco el brazo, desgraciadamente no estoy soñando. Me aseguro
tres veces más de que el pomo ya no está dónde debería y me vuelvo a pellizcar,
esta vez en la pierna. No estoy soñando.
Golpeo la puerta con fuerza, tiñendo de sangre mis nudillos, pero
no hay nadie al otro lado que me escuche. Intento gritar pero ni una sola
palabra consigue sonar todo lo alto que debería, como si mi voz estuviese
siendo intimidada por la oscuridad.
Podría echarme a llorar o podría seguir liándome a golpes con la
puerta, alimentando en ambos casos la falsa esperanza de que alguien acuda en
mi ayuda. Pero no, sé de sobra que resistirse no me va a servir de nada. Doy media vuelta y me desplazo torpemente al lugar que se supone
que es el centro de la habitación, poniendo de manifiesto que mis pies carecen
ahora de la confianza que los movía minutos atrás.
Siento erizarse los pelos de los brazos y un repentino escalofrío
me recorre la espalda. Aquí me encuentro, entre la espada y la pared, esperando
a que la oscuridad decida llevarme con ella. Y en mi interior, un torrente de
miedos se abre paso desde uno de los bastiones olvidados de mi mente.
No hay escapatoria. Cierro los ojos pero ya no soy capaz de
recordar aquel amargo sueño que me despertó en medio de la noche ¿O fue una
pesadilla?
Abro los ojos dispuesto a lidiar con mi destino. Ha llegado la
hora, ya no hay duda, instintivamente mi mirada se clava en aquel sitio donde
una vez existió una ventana, con la débil esperanza de que las espadas
luminosas del amanecer se filtren por la persiana y vengan a rescatarme antes
de que sea demasiado tarde.
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